Edición Nro. 1912 - Punta del Este / Uruguay
enfoques 6 de abril de 2015
 
 
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Alberto Medina Méndez
Paradojas del impuesto a las ganancias
Las contradicciones son cotidianas, pero cuando de impuestos a las ganancias se trata, se presentan de un modo inocultable. Desde su denominación, hasta los prejuicios que subyacen en su implementación que le brindan cierta legitimidad, dan cuenta de este fenómeno.
El país debate tanto el asunto que una huelga de magnitudes relevantes ha puesto el tema como eje central de sus reclamos. El gobierno, al no actualizar el "mínimo no imponible", al menos al ritmo de la inflación real, al dejar virtualmente congelado el umbral para que opere dicho tributo, ha logrado que sean muchos más los que paguen este gravamen.
El hecho de que los "trabajadores" paguen el impuesto a las ganancias es un contrasentido en sí mismo. En todo caso, quienes realizan una actividad laboral reciben un salario a cambio de su esfuerzo. De ningún modo puede considerarse a ese ingreso como una utilidad o un beneficio extra.
Queda claro que los trabajadores no deberían pagar este impuesto, pero mucho más grave es que esta modalidad alcance a los jubilados. La compensación que ellos reciben mensualmente tiene que ver con lo que han aportado durante su vida activa y que se les ha descontado oportunamente.
Si el Estado desea cobrar un canon a los que reciben una remuneración por lo que hacen a diario, o por lo que han realizado en el pasado, al menos podrían, los gobernantes, tener la dignidad, la sensatez y el sentido común, de cambiarle el nombre al impuesto. Eso no le brindaría legitimidad alguna, pero haría que el latrocinio sea menos burdo, indecente y descarado.
Tan perverso es el esquema y su instrumentación, que algunos prefieren no percibir aumentos de haberes. Al ocurrir este suceso no solo no perciben mas dinero, sino que cobran menos que antes, por haber cometido el pecado de superar la emblemática línea del mínimo no imponible.
No menos absurdo es que los partidarios del populismo demagógico, que se dicen progresistas y que han hecho del incremento en el consumo una de sus banderas predilectas, apelen a quitar coercitivamente una parte importante de los ingresos a trabajadores y jubilados, limitando de ese modo, su genuina capacidad de compra, esa que nace del mérito propio.
Hoy la discusión parece estar centrada en el nivel en el que debería fijarse el mínimo no imponible. Habrá que decir que el gobierno no tiene el monopolio de los disparates. La sociedad tiene mucha responsabilidad al darle vigencia de las ideas que amparan este saqueo como tantos otros que forman parte del amplio arsenal de la dirigencia política contemporánea.
Cuando el impuesto impacta sobre los emprendedores y profesionales, todo resulta perfecto, normal y razonable. Para cierto sector mayoritario de la comunidad, los ricos y cualquiera que tenga algo de dinero, es culpable de su eventual éxito y por eso deben ser castigados con elevados impuestos.
Parece que la conciencia tributaria que tanto mencionan algunos  ciudadanos solo es pertinente para los que disponen de bienes. Cuando la voracidad fiscal, que ellos mismos alimentaron con sus ideas, les toca la puerta, sobrevienen las protestas y luego las huelgas como esta última.
Es que si los ciudadanos admiten que el impuesto es intrínsecamente bueno y que el Estado debe tener la potestad de utilizar este mecanismo para beneficio de todos, quitando a unos para redistribuir a otros, es allí justamente donde empieza el problema y se valida la inmoralidad presente.
No se puede por un lado defender esa atribución y luego quejarse cuando esa discrecionalidad se vuelve en su contra de un modo personal e intransferible, afectando su nivel de vida, su crecimiento y sobre todo, cuando esa herramienta que parecía buena, se convierte en la mayor amenaza al arrebatarle una porción importante del fruto de su trabajo.
La sociedad tiene mucho que revisar. No se debe justificar a los gobernantes, pero ellos solo hacen lo que una ciudadanía irresponsable, envidiosa y bastante resentida, les permite con su retórica infantil y la defensa de convicciones incorrectas e ineficaces.
Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre. Los impuestos son esencialmente malos. En todo caso, en la sociedad actual que se estructura sobre determinados parámetros, se puede admitir a regañadientes su existencia, pero bajo la concepción de que deben ser pocos y reducidos.
Se supone que los impuestos deben financiar la actividad del Estado, pero solo la indispensable y de un modo austero. Sin embargo, eso no es lo que sucede a diario. La sociedad desea un Estado grande, que se ocupe de TODO. Eso tiene un correlato esperable. Para solventar esa "fiesta" no solo se precisan muchos impuestos, sino que estos deberán ser elevados y cuando ya no alcance se agregarán como fuente inagotable de recursos el endeudamiento estatal y la emisión monetaria descontrolada, esa que produce una inflación que también espanta.
El presente es solo la consecuencia inexorable del conjunto de creencias que sostiene una sociedad. Si se acepta moralmente la idea de un Estado gigante, ese delirio siempre vendrá de la mano de muchos y altos impuestos, como estos contra los cuales hoy la gente despotrica. El impuesto a las ganancias está plagado de paradojas. Suficiente motivo para cuestionarse uno a uno, todos los aspectos que rodean al asunto. No hacerlo, sería otro síntoma de escasa inteligencia.
Gustavo Toledo
La túnica y la moña
Un grupo de padres y madres, apoyado por algunos maestros, promueve a través de Facebook la eliminación de la tradicional moña azul del uniforme escolar y que la misma sea sustituida por una insignia bordada con el logo de Primaria.
Tanto la propuesta como los miles de adeptos que recogió la iniciativa en pocos días y en especial los argumentos que esgrime este grupo en las redes sociales son reveladores de los tiempos que corren. Según ellos, la moña es un accesorio "anticuado" e "inadecuado", que le resta "autonomía" a los niños y que si bien "sigue siendo un distintivo de la educación pública uruguaya, es un accesorio que tiene su origen en el siglo XIX". Con su eliminación, se busca (y aquí está la clave): "comodidad, higiene y practicidad".
Lejos de la tríada republicana de Libertad-Igualdad-Fraternidad en torno a la que se armaron revoluciones, se voltearon tiranos y se erigieron escuelas, ésta parece ser la consigna de nuestra época; todo debe ser cómodo, higiénico y práctico. O, como diría Bauman, líquido.
Reparemos en los dos adjetivos —para nada inocentes— que encabezan la proclama de muerte de nuestra querida moñita azul: en primer lugar, se la tilda de "anticuada" (en desuso, pasada de moda, propia de otra época) y luego de "inadecuada" (no apropiada a las condiciones o circunstancias actuales). En buen romance, se pretende eliminarla por vieja e inservible. Así de simple.
El director del Consejo de Educación Primaria, Héctor Florit, dijo al diario "El País" que la solicitud de este grupo de padres será analizada en caso de que se presente de manera formal y aunque no se pronunció a favor ni en contra de la moña, vio con buenos ojos que ésta sea motivo de debate. "Felicito que haya cosas de la vida escolar que generan dinámica, encuentros y opiniones", expresó el consejero, agregando que "no hay ningún elemento para que no pueda considerarse una modificación".
No puedo evitar preguntarme: ¿qué sucedería si a alguien se le ocurriera levantar firmas en las redes sociales con el propósito de cambiar nuestro escudo o el pabellón nacional, o introducir alguna variante a la letra del himno de Acuña de Figueroa? ¿Las autoridades considerarían "una modificación" en nuestros símbolos patrios en aras de mayor "comodidad, higiene y practicidad"? ¿O preservarían su naturaleza y sentido originales?
Si bien la moña que hoy conocemos data de mediados del siglo pasado, es cierto que hay que buscar su origen en el siglo XIX, al igual que el de otros "inventos" con los que convivimos actualmente, y que algunos compatriotas consideran igualmente "anticuados" e "inadecuados". El Estado uruguayo, por ejemplo, es producto del siglo XIX; como lo es también nuestra Nación (esa amalgama de imágenes, símbolos y leyendas pergeñada por pintores, escritores e historiadores de la talla de Zorrilla de San Martín, Acevedo Díaz, Blanes y Bauzá, entre otros) o nuestra primera Constitución.
Pero la lista no termina ahí: la Universidad de la República, la Biblioteca Nacional, los Códigos Civil y Penal, el BROU, el Registro Civil, la prensa escrita, Artigas (como héroe nacional y padre fundador), los partidos tradicionales y la mismísima escuela pública, laica, gratuita y obligatoria, son frutos también de ese convulsionado y lejano tiempo.
La moña representa la apuesta de la sociedad uruguaya a la civilización y a la cultura. Y está instalada en nuestro imaginario colectivo como un símbolo sagrado de la escuela vareliana, la que nos abrió las puertas de la modernidad y le permitió al Uruguay recorrer un largo período de paz y progreso, formando niños abiertos al conocimiento, capaces de leer y escribir sin dificultad, y así sentar las bases de una ciudadanía responsable, consciente de sus derechos y obligaciones. "Para establecer una república, lo primero es formar republicanos", decía Varela. Y ese fue su mayor éxito: formar republicanos. ¿Se imaginan a Batlle y Ordoñez y a la generación del Quebracho, a la "República Feliz y Justiciera" de principios del siglo XX, al Estado "escudo de los débiles", el voto secreto, los liceos departamentales y a la Generación del 900 (Horacio Quiroga, José Enrique Rodó, Javier de Viana, Carlos Roxlo, Florencio Sánchez, Delmira Agustini, etc.), sin la Ley de Educación Común? ¿Se imaginan una república sin republicanos?
La moña no es el problema; el problema es que nuestros niños desertan, repiten y en muchos casos pasan de año sin haber hecho los aprendizajes mínimos necesarios que le permitan insertarse en el siguiente nivel educativo sin inconvenientes y seguir incorporando a su ser valores, conocimientos, destrezas y habilidades que les permitan desenvolverse en la vida. El problema está en que la escuela ya no educa, no integra, ni forma republicanos como antes. Eliminando la moña, entendida ésta como un pedazo de tela anudado en el cuello de nuestros niños y niñas, probablemente logremos "comodidad, higiene y practicidad", tal como pretenden sus impulsores más para sí mismos que para sus hijos, pero también terminaremos con un símbolo cargado de valor y sentido, que nos recuerda de dónde venimos, cuál debe ser nuestra principal prioridad y a dónde debemos dirigir todos nuestros esfuerzos: a la educación de nuestros niños.



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ÓPERA DE PARÍS 2015
Luego del éxito del primer Ciclo de Opera de Paris exhibido en Uruguay, Life Cinemas Alfabeta se complace en anunciar la exhibición de la temporada 2015, en sus salas dotadas con tecnología de alta definición y con sonido íntegramente digital. Estas características permitirán al espectador sentirse parte del evento, tal como si estuviera sentado en el mejor lugar de la platea y apreciar las excelentes puestas en escena y la distinguida calidad artística que ofrece la Opera de Paris. 
Las entradas tienen un costo de $300 y podrán ser adquiridas de forma anticipada en la boletería de Life Cinemas Alfabeta (Barreiro 3231 esq. Berro) y por la web, www.lifecinemas.com.uy.

    Calendario Temporada 2015

•    Martes 21 de Abril 2015: El rapto en el Serrallo (Bellini)
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•    Martes 23 de Junio 2015: Don Giovanni (Mozart)
•    Martes 18 de Agosto 2015: Fausto (Gounod)

Todas las funciones comienzan a las 16.00 hs. Si desean más información, los invitamos a visitar la página www.lifecinemas.com.uy y a comunicarse con nosotros.




 
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