Edición Nro. 1904 - Punta del Este / Uruguay
enfoques 30 de enero de 2015
 
 
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Animales a bordo (no los pilotos)
  • Hola Ricardo Garzón:
    Después de tanto tiempo, otra vez me comunico contigo. Hace un par de semanas publicaste un artículo sobre novedades en el transporte de mascota en cabina. Lo que te mando a continuación, es UN HECHO REAL, ocurrido en un vuelo de PLUNA en el año 1980. Es comprobable pues sus protagonistas aún viven. Un abrazo
    Ricardo Zecca.
El cuentito...
Quien quiera viajar en avión con su mascota puede hacerlo siempre que cumpla con ciertas condiciones: el bicho, además de tener su documentación en regla y pagar pasaje, viajará siempre enjaulado aunque, si es de tamaño pequeño, podrá acompañar a su amo en la cabina de pasajeros y no en bodega como los de mayor porte. Los únicos que tienen ciertos privilegios son los lazarillos por razón de sus funciones.
Antes de que se hicieran las ampliaciones, en el edificio original de la terminal de Pudahuel todo estaba cerca. A los pilotos, aún cuando al avión lo estacionaran en una posición remota, nos era muy fácil acceder a las oficinas donde en forma cómoda y con todos los medios a mano, era sencillo hacer el despacho del vuelo. No menos importante, se estaba a dos pasos del free shop en el que era inevitable comprar un par de botellas de vino y de pisco. En ese periplo había que pasar junto al mostrador de la compañía y a la cola del check in donde era frecuente que encontráramos conocidos, recibiéramos saludos y quejas de quienes serían nuestros pasajeros y los infaltables pedidos de los free two. Con esos antecedentes al capitán, un individuo caracterizado por ser estricto en el cumplimiento de las reglamentaciones, El Milico lo apodaban, no le extrañó sentir que una dama se dirigía a él.

        –Señor, señor ¿usted es el piloto del PLUNA?
        Cuando él le confirmó que lo era, ella le planteó su problema: viajaba con una mascota, un gato que tenía pasaje y todos los papeles en regla, pero querían obligarla a que lo despachara en bodega pues excedía en 200 gramos el máximo permisible para que fuera en cabina. Casi llorando le decía:
           -Mire lo qué es ¿cómo lo voy a mandar solito en una jaula?
        El capitán de reojo vio que se trataba de un lindo gatito, bien cuidado y simpaticón, pero lo que más llamó su atención fue la dama, una rubia joven y bonita que vestía un ajustado traje sastre de cuero, era la moda, caracterizado por un profundo escote y una marcada minifalda. Estos últimos argumentos fueron decisivos para que el severo capitán depusiera obstáculos y comenzara a hacer planes y no de vuelo precisamente.
        Embarcaron los pasajeros y el capitán desde su asiento, a través de la puerta abierta del cockpit vio que la dama con su gatito se ubicaba en los primeros asientos, tal como él lo había ordenado.
        Fue en ese momento que se desencadenó el incidente. Cristina, una de las auxiliares de cabina, de las más veteranas en la empresa, se apersonó en el cockpit  y respaldada por su seniority  increpó al capitán:
        –¡Hay una mujer con un gato asqueroso y dice que usted la autorizó a traerlo en la cabina y, por si fuera poco, suelto!
         Al capitán le sorprendió el tono del planteo, no imaginaba que alguien a bordo pudiera dirigírsele en esa forma y sin conocerlo aún, resolvió de antemano que cualquiera fuese el reclamo de Cristina, desde ese momento ya estaba denegado. El diálogo continuó:
          –Sí, yo la autoricé porque ese gatito no va a molestar a nadie– dijo  el capitán, aunque más que en el gato estuviera pensando en el escote y la minifalda.
         – A mí los gatos me dan asco, me producen alergia y si ese bicho repugnante va en cabina, ¡yo no vuelo!      
         – ¡Mire, Cristina, si quiere váyase nadando, pero el gato de allí no se mueve!
          Cristina, que realmente sufría de gatofobia, furiosa salió del cockpit y comenzó a juntar sus petates preparándose para abandonar el avión. El copiloto y el jefe de cabina se dieron cuenta de que un incidente trivial, hasta si se quiere tonto, podía llegar a tener consecuencias desagradables para sus camaradas en el caso de que las autoridades de la empresa intervinieran, como sin duda lo harían si un tripulante abandonaba el vuelo a mitad de camino. Mientras el copiloto trataba de ablandar al capitán y el jefe de cabina lo hacía con Cristina, los pasajeros observaban atónitos la comedia de horrores que se estaba desarrollando.
        La solución demoró –la salida del vuelo también– pero al fin llegó: Cristina accedió a permanecer a bordo y a cambio, la dama viajaría en el cockpit que en el 727 era amplio y tenía dos cómodas butacas para observadores.        
        Con la rubia y su gatito ubicados a pocos centímetros detrás del capitán iniciaron el regreso a Carrasco.
        El vuelo desde Chile, cuando el día es despejado tal como lo era en esa oportunidad, es una exhibición continua de una geografía exuberante, más disfrutable aún si se le observa desde las ventanillas de los pilotos. La cordillera, luego del paréntesis de la Pampa llega el espectáculo de conocer Buenos Aires desde diez mil metros de altura, le sigue la costa uruguaya y, finalmente, la postal que es Montevideo vista a lo largo de la final de la 06 que ese día volaron. Sobre ese catálogo de paisajes, el capitán con erudición ilustraba a su “forzosa” compañera del cockpit mientras, como siempre ocurre en estos casos, los que trabajaban eran el copiloto y el ingeniero de vuelo. Una vez estacionados, capitán, pasajera y gato se despidieron cálidamente. Los historiadores, curiosos y chismosos no pueden afirmar que rubia y capitán se hayan vuelto a ver (con o sin gato), pero es de presumir que sí lo hicieran.
     El incidente entre el capitán y Cristina no tuvo consecuencias laborales aunque inmediatamente los detalles del affaire fueron vox populi. Las relaciones entre ellos se tornaron gélidas al punto que ambos pidieron a la oficina encargada de designar las tripulaciones que no los pusieran a volar juntos.
        –¡Nunca más en una tripulación mía pongan a esa histérica de mierda!, dijo el capitán.
        –¡No me pongan más a volar con ese payaso prepotente! , dijo la azafata.
       Así ocurrió durante algún tiempo, hasta que por esas cosas de la programación, no tuvieron más remedio que integrar una tripulación con ambos y para el colmo de males, en un vuelo largo. Al principio, cuando se encontraron al pie del avión se miraron con odio, pero más tarde en una escala hablaron, primó la razón y la tregua se convirtió en paz.
        Desde entonces, cada tanto, compartían vuelos sin problemas y al  encontrarse en operaciones se saludaban ritualmente: mientras él le daba un casto beso en la mejilla y le decía “Miau” al oído, ella con un remedo de bofetón, le contestaba  “¡Asqueroso!”.
           Todo por un lindo gatito.



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